Narraciones subversivas
Complejo de EdipoTe digo que no sé cómo me he metido en este embrollo, Lionel. Tú sabes que soy un pervertido y un ladronzuelo, pero que todas las veces me han dejado salir porque nunca he hecho nada tan grave. Ya me conoces, como que siempre eras tú el que me metía de un empujón y el mismo que terminaba abriéndome la reja en unas cuentas horas o en un par de días. “Nuevamente te saliste con la tuya, Ed”, ¿recuerdas?, es lo que me has dicho siempre, y es que no se puede retener demasiado tiempo a un hombre por robar unas cuantas barras de mantequilla o un poco de leche. Por qué me miras así… Ya, está bien, hace poco también me mandé con un trozo de queso, pero yo no sabía cuánto costaba, y tú sabes que me vuelvo loco por el queso, tanto así que la última vez que estuve con una de esas malditas putas, la infeliz terminó echándome a patadas porque le rellené el coño con queso gouda y luego ya no se lo pude sacar. Dijo que le dolía; ya no me quiso volver a ver. Y eso que debería darme las gracias, porque con lo fea que estaba, no se la levantaba ni el camión de la basura, nomás que a mí me gustó porque tenía buenas tetas. En fin, como te iba diciendo, Lion, soy inocente. Tengo cara de pobre diablo pero soy inocente. No ando deseándole el mal a nadie. Nunca he portado armas, y si aquella vez llevaba una fue porque el tío que me la dio me juró y me rejuró que estaba descargada. Inclusive la abrió delante de mí y te digo que no tenía una miserable bala. La llevé sólo por precaución, porque hacía dos semanas el dueño de la panadería creyó que había entrado parar follarme a su mujer, que para esto parecía una escoba vieja con ruleros, pero yo sólo la sujetaba para cerrarle la boca porque me había encontrado robándome un litro de leche cremosa. El punto es que el loco de mierda sacó una escopeta y tuve que salir corriendo despavorido. Casito no la cuento, pero tampoco salí ileso de esa, porque me metí un tropezón con una grieta de la vereda y la botella de leche se hizo pedazos. Los vidrios me dejaron estos cortes que tengo en la cara, pero te juro que yo sufrí más por la leche que había perdido. Ya no recuerdo bien cuándo comenzó mi fijación con la leche, pero creo que fue desde hace mucho, porque lo cierto es que cuando era un chiquillo y todavía estaba en el internado, ya tenía la mala costumbre de dejar a los otros sin desayuno. Las veces en que me encontraron me dieron buenas tundas, pero nunca me expulsaban porque la encargada de la sección de “huérfanos” por abandono me tenía más cariño de lo normal. Decía que la tenía más grande que su marido, que seguramente era un pichicorto para no poder competir con un mocoso de diez años. En fin… era muy amable conmigo la encargada; no le molestaba que le untara los pezones con mantequilla o que le rociera leche en el coño. Hasta le parecía tierno. Nunca había tenido hijos esa mujer. Tal vez por eso trabajaba ahí. Lo malo fue que luego nos encontró la directora y me botó a patadas. Era la segunda vez que me echaban de una casa, aunque la primera vez no la recuerdo, porque yo era un recién nacido. Decían que me había dejado en una caja, la muy puta. La nota decía que me llamaba Edward Mendieta, que me dejaba porque yo era un monstruo (supongo que en eso en parte tenía razón), y que una bruja le había dicho en las cartas que lo mejor era deshacerse de mí, pues yo sólo traería desgracias. Dicen que luego trató de abortarme pero no pudo –no sé por qué-, y que gritó con demasiado espanto cuando me vio llegar (supongo que mi cara tampoco es que ayude mucho). El hecho es que luego me botó, y cuando me echaron por segunda vez, me fui a vivir a los suburbios y comencé a alimentarme con las sobras de leche, queso y mantequilla que los ricos de mierda desperdiciaban tirando a los botes de basura. Hasta que fui aprendiendo mejores mañas para robar y de cuando en cuando quise probar algo mejor. Aquella mañana yo venía muy borracho. No es que tuviese el vicio de tomar, pero con los tragos que llevaban leche podía hacer una excepción, porque sabían a puta vieja, y eso me encantaba. Podía acabarme la botella entera antes de que tuvieses tiempo de insultarme por habértela robado. Recuerdo que la saqué de un bazar al que en realidad había entrado a robar unas cuentas barras de mantequilla; nada del otro mundo. Bueno, me estaba tambaleando bastante y me veía más sucio de lo normal, pero nada importaba si aún conservaba ese sabor dulce y cremoso en la boca. Hasta que apareció esa mujer vieja y gorda, que, sin embargo, tenía los pechos más grandes que he visto en mi vida. Yo estaba tan pero tan borracho, que no pude pronunciar su nombre, que, por cierto, era demasiado feo y complicado; nunca lo aprendí, pero me dijo que le gustaba que le dijeran “Yosie”. “Yosie la de las tetas grandes”, pensé, “no está mal…”. Y sí, para qué te lo voy a negar, tenía ganas y un par de buenas tetas siempre ha sido mi debilidad, y esta hija de puta te digo que las tenía gigantes… así que la tomé del brazo mientras ella me cogía el paquete con su mano llena de arrugas. Podría haber sido mi madre… pero qué diablos, tenía buenas tetas. “Iremos a mi departamento”, me dijo, y me arrastró hasta un cuchitril que apenas estaba más parado que mi ratonera de mala muerte. Lo primero que hizo al entrar al cuarto, la muy zorra, fue quitarse el aro de matrimonio. No me importó demasiado; nunca he sido de marginar a las tías casadas si es que saben echar un buen polvo. Luego vino a quitarme el cinturón y entonces notó que traía un revólver. “No te asustes”, le dije, “no trae balas, es sólo para intimidar”. “Pues conmigo lo ha conseguido”, respondió, “lo quiero lejos o no tendrás nada de mí”. Me dio cólera, la vieja gorda… “Como si estuviese buena”, pensé… pero a fin de cuentas no creía que hubiese peligro y, además, traía la picha más dura y más parada que nunca. Saqué el revólver del bolsillo. “Espera”, dije, “¿Y si viene tu marido?”. “No seas tonto, él nunca llega hasta la noche”. Suponía que tenía razón… después de todo, yo no era un sujeto digno de ser víctima de asalto, y si a mí me encontraban tirándome a la tía, era obvio que encontraban a la tía también. Le entregué el revólver para que lo guarde y comenzamos a tirar. La vieja al parecer era ninfómana porque se venía seis veces seguidas y pedía más; tampoco tuvo el más mínimo problema en acceder a alguna de mis fantasías con los lácteos. Era increíble que semejante morsa celulítica me estuviese dando el mejor polvo de mi vida. Fue entonces cuando llegó el marido. Parece que el pendejo ya la tenía chequeada porque gritó algo así como “así te quería encontrar”. Era un viejo con rasgos latinos, más feo que yo, pero estaba armado y llevaba uniforme. “¡Por qué no me dijiste que tu marido era un puto policía!”, grité. Entonces recordé que me había dicho que había metido la pistola en el cajón, y asumí que se refería al cajón de la mesa de noche. Lo abrí y la encontré, o creí que la había encontrado, porque te digo que la mía no tenía balas. Yo no quería matarlo, sólo evitar que me dispare, coger mi ropa y lograr que me deje salir. Pero el infeliz se me vino encima y el arma que traía en la mano se disparó; entonces supe que no era la mía. Ahora me siento muy confundido, ¿sabes? Yo siempre había salido del bote fácilmente porque el juez me consideraba un ladronzuelo de cuarta y me tenía pena… Ahora resulta que soy un asesino. Por si fuera poco, tú me vienes a decir que estoy condenado a muerte por parricidio y que ese hijo de puta cornudo del oficial, se llamaba Layo Mendieta.FINAlexiel Vidam